«El caso de la junta invisible»

Por Nigel Elmsworth
221B Baker Street, Londres, junio de 1896

Cierta mañana de cielos bajos y barómetro desconcertado, un caballero de modales exquisitos pero porte inquieto llamó a la puerta del 221B de Baker Street.

Se presentó como don Aureliano Valverde, y tras aceptar una taza de té, expuso con claridad la razón de su visita:

Había abonado 2.500 libras por una reparación mecánica integral —según aseguraba una factura sellada—, y sin embargo, el coche persistía en comportarse como si nada hubiera sido tocado.

Tras escuchar su relato, me trasladé al taller Alpen, donde el señor Valverde había depositado el vehículo para una segunda opinión, desesperado por la falta de resultados.

Los mecánicos del lugar, hombres más atentos a las piezas que a las palabras, habían procedido a desmontar el motor. Lo que hallaron hablaba por sí solo.

La junta de culata, las bujías y la culata misma presentaban un envejecimiento inequívoco:

Óxido en los bordes, carbonilla acumulada y marcas de desgaste que ningún taller digno de ese nombre habría pasado por alto. No cabía duda razonable: aquellas piezas jamás habían sido sustituidas, pese a figurar en la factura como nuevas.

Uno de los operarios, con el tono medido del hombre que sabe más de lo que dice, declaró:
—“Estas piezas ya estaban en el coche cuando nos llegó. Nosotros sólo abrimos el motor… y allí seguían, tal cual
.”

Las sospechas estaban confirmadas. El siguiente paso era dirigirse al origen de la supuesta reparación.

El viernes 3 de junio, partí en carruaje hacia una población a unas cincuenta millas de Londres, donde se encontraba el taller Fiscen, autor de la factura en cuestión.

El señor Valverde me aguardaba en la estación, aunque prefirió mantenerse al margen de la visita, sabedor de que los ánimos podían caldearse.

Al llegar al taller, pregunté por el responsable. Se me indicó que se hallaba en la oficina, ocupado con otro cliente. Desde el umbral observé a un hombre de complexión fuerte, rostro endurecido por años de grasa y autoridad. Alzó la mirada brevemente:

—“¿Puedo ayudarle, caballero?”

—“Termine usted con su cliente —repliqué—. Lo que nos concierne requerirá tiempo… y memoria.

Minutos después, ya a solas, expuse los hechos con precisión de perito y cortesía de caballero. Le hablé del trabajo cobrado, de lo hallado en Alpen, y del testimonio de sus mecánicos.

El hombre no se inmutó.

—“Esos trabajos están hechos. Su cliente se confunde. El coche tiene un motor malísimo, de esos Citroën que mezclan aceite y agua. Todo el mundo lo sabe. Y además —añadió con un deje casi paternal—, con todos mis respetos, a su edad, no siempre se entienden bien estas cosas.”

Ahí estaba: el discurso defensivo, disfrazado de experiencia, pero vacío de pruebas. Ni una pieza mostrada, ni un albarán, ni una hoja de taller. Solo palabras.

Me puse en pie con calma.

—“Cuando alguien fundamenta su defensa en la edad de su cliente y en rumores de taller, en lugar de mostrar evidencias, suele hablar más con su vanidad que con su oficio.”

Regresé a Londres al anochecer. Redacté un informe pericial exhaustivo, adjuntando fotografías, anotaciones técnicas y observaciones imparciales. A los pocos días, el taller Fiscen propuso un acuerdo extrajudicial: devolvieron el importe íntegro y se hicieron cargo de la reparación real.

Al cerrar el caso, el señor Valverde me estrechó la mano con una dignidad silenciosa.

—“Me han devuelto el dinero… pero sobre todo, usted me ha devuelto el respeto.”

Lo archivé bajo el título:

“Una junta sin reemplazar, una verdad sin desmontar.”



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