- 6 julio 2025
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28 de julio de 1896
Por Nigel Elmsworth
Capítulo I – Llaman a la puerta
El reloj de pared marcaba las diez en punto cuando se escucharon tres golpes precisos en la puerta del 221B de Baker Street.
No era raro que alguien llamara con determinación, pero sí con esa cadencia particular: firme, sobria y sin ansiedad. La reconocí al instante. Cada año, el mismo día —el 28 de julio— un pequeño comité del Grupo Operativo de Detectives e Inteligencia de Scotland Yard realizaba su habitual visita a los despachos habilitados por la Oficina Metropolitana.
No venían con linternas ni con amenazas. No era una redada. Era algo más sutil, y en cierto modo más exigente: una inspección profesional.
La puerta se abrió y los vi. A la cabeza, como cada año, el Inspector Gregory Lestrad, siempre pulcro, con su bastón de fresno y un sombrero redondo que no se quitaba hasta estar perfectamente acomodado en la sala. Le seguía el Secretario de la División Administrativa, el señor Milburne, hombre de escasas palabras y muchas anotaciones.
—“Buenos días, señor Elmsworth.”
—“Buenos días, caballeros. Sean bienvenidos. La tetera está lista.”
Capítulo II – El despacho bajo lupa
La inspección era metódica, pero discreta. Revisaban la carpeta de licencias, los registros de actividad, la correspondencia oficial, el almacén de pruebas, y en ocasiones incluso el archivo de casos antiguos —no para husmear en lo confidencial, sino para confirmar que los informes estaban redactados según el reglamento de la Oficina.
—“¿Sigue utilizando su propio método de catalogación, señor Elmsworth?”, preguntó el viejo inspector Lestrad.
—“Sí. Por tipo de cliente, pero también por tipo de error humano. Mentiras, omisiones, negaciones y… los más peligrosos: los relatos demasiado perfectos.”
El inspector Trevelyan sonrió levemente. Le gustaban las frases con peso.
—“He leído su informe sobre el asunto del Rubí Indio. Impecable razonamiento. Nos evitó una causa judicial innecesaria.”
Revisaron también las herramientas: la lupa de aumento, el compás de distancias, el medidor de paso… y la carpeta de cuero oscura, con las iniciales N.E., que contenía mis informes semanales.
—“¿Sabe usted cuántos despachos se limitan a copiar párrafos de otros casos?”, dijo Lestrad mientras hojeaba. “Aquí, en cambio, veo observación, deducción y estructura. Como debe ser.”
Capítulo III – La firma y el apretón
Tras una media hora de revisión, el secretario selló un documento y el inspector lo firmó sin titubeos. Era el acta anual de inspección.
—“Desde que Holmes dejó estas habitaciones, señor Elmsworth,” dijo Lestrad al levantarse, “este despacho ha mantenido un nivel que ni nosotros esperábamos.”
—“¿Desea decir que…?”
—“Deseo decir que entre todos los despachos registrados en el área metropolitana, el suyo figura entre los tres con mejor valoración interna. Sin una sola falta registrada en cinco años.”
—“¿Y el primero?”, pregunté.
Lestrad sonrió.
—“Ese es un misterio reservado.”
Nos dimos la mano con firmeza. Milburne hizo una leve inclinación de cabeza —el equivalente a una ovación, en su caso— y ambos salieron con la misma discreción con la que habían llegado.

Epílogo
Cada mes de julio, el protocolo se repite. Y aunque sé que no buscan sorprenderme ni ponerme a prueba, me esfuerzo como si así fuera. Porque mantener el legado no se hace sólo con recuerdos, sino con trabajo riguroso, día tras día.
Cuando cerré la puerta aquella mañana, volví a mi escritorio. Había una carta sin abrir. Caso nuevo.
Y como solía decir el doctor Watson, en voz baja y entre papeles:
—“Aún quedan muchas verdades por descubrir.”