- 5 octubre 2025
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(Un caso del investigador Nigel, de 221B Baker Street Investigación Privada)
Era un mes de octubre de 1890, y la lluvia caía sobre Londres con esa persistencia gris que parece borrar los límites entre la tarde y la noche. En el despacho de 221B Baker Street Investigación Privada, el reloj marcaba las seis y media cuando dejé a un lado la lupa y el periódico, rindiéndome ante la evidencia de una jornada vacía.
No había recibido encargo alguno desde hacía días. Elisabeth, siempre tan perspicaz, me había sugerido aprovechar el reposo para revisar mis notas y ordenar los archivos. “Un detective sin trabajo”, me dijo sonriendo, “es como una vela sin mecha: brilla sólo si guarda su esencia.”
Obedecí el consejo, aunque con la desgana propia de quien preferiría la acción a la reflexión. Fue así como, al remover un montón de viejos documentos, hallé un sobre amarillento, marcado con el sello de una casa de subastas. En su interior, dormían varias hojas con el inconfundible trazo del doctor John H. Watson, antiguo cronista y fiel amigo del maestro Holmes.
Me tembló el pulso al reconocer el encabezado:
“Apuntes no publicados sobre el caso de Baskerville Hall.”
Recordaba con admiración aquel episodio. La historia del perro infernal, de los aullidos en el páramo y del miedo disfrazado de superstición, había sido materia de mis lecturas de juventud. Pero lo que ahora tenía ante mí era distinto: entre las notas, había una carta de un tal Samuel Crighton, jardinero del lugar, y un informe pericial sobre huellas que no aparecía en el relato original de Watson.
En dicho informe se hablaba de impresiones recientes halladas junto al viejo dolmen del páramo, y de un segundo tipo de huella, “más pequeña, pero con idéntica presión”, como si el supuesto sabueso no fuera uno solo. El misterio, pensé, aún guardaba secretos.
Movido por una mezcla de curiosidad profesional y reverencia hacia mi maestro, resolví viajar a Devonshire para esclarecer si tras la leyenda persistía un resto de verdad o simple mito. Elisabeth, prudente, me recomendó discreción.
—“No todo lo que pertenece al pasado desea ser desenterrado, Nigel.”
—“Tal vez”, respondí sonriendo, “pero en ocasiones el pasado llama con demasiada fuerza a la puerta del presente.”
El viaje a Devonshire
Tomé el primer tren al amanecer. El trayecto fue largo y húmedo, con el paisaje cambiando de la piedra gris al verde fangoso de los campos. Al llegar a Grimpen, el aire olía a turba y a humo de leña. Los aldeanos hablaban poco, y al mencionar Baskerville Hall se persignaban discretamente, como si el demonio siguiera merodeando por los páramos.
El mayordomo actual, un hombre enjuto de mirada huidiza, me recibió con cierta reserva. Se llamaba Mortimer hijo, nieto del viejo doctor del caso original. Me condujo al vestíbulo, donde el eco de mis pasos resonaba sobre los mármoles agrietados.
—“El lugar ha conocido demasiadas historias, señor Nigel”, me dijo. “Algunos aseguran oír todavía los aullidos cuando la niebla baja sobre el pantano.”
No tardé en solicitar permiso para examinar los terrenos. Mortimer accedió, aunque me advirtió que evitara el viejo dolmen al caer la tarde.
Fue precisamente hacia allí donde me dirigí.
El páramo se extendía, infinito, bajo un cielo de plomo. En el aire flotaba el zumbido del viento, y cada piedra parecía esconder una sombra. Avancé hasta el punto señalado en las notas de Watson y, tras una hora de búsqueda, encontré lo que no esperaba hallar: una mordedura en un hueso, semienterrado en la turba.
La marca no correspondía a un perro común. El diámetro, la profundidad y el ángulo de presión me recordaron más bien la dentadura de un cánido de gran tamaño… o de dos más pequeños actuando al unísono.
Guardé la pieza en una bolsa de lino, cuando una voz femenina me sobresaltó desde la niebla.
Era Clara Mortimer, sobrina del guardián, una joven de semblante pálido y manos manchadas de barro.
—“No debería estar aquí, señor. Este terreno no perdona a los curiosos.”
—“Ni a los mentirosos”, respondí con suavidad. “¿Usted también cree en fantasmas?”
—“Yo sólo creo en lo que oigo, y anoche oí ladrar. Dos veces.”
Sus palabras me helaron la sangre más que el viento del páramo.
El hallazgo
Esa noche, en mi posada, examiné el hueso bajo la lámpara. Presentaba rastros de yeso y fibra textil, como si hubiese sido manipulado en algún taller. Al día siguiente, de nuevo en el Hall, pedí ver los sótanos. Mortimer dudó, pero ante mi insistencia me condujo a una galería de piedra húmeda que desembocaba en una cripta sellada.
Allí, entre cajas de madera y restos de velas, descubrí un conjunto de moldes de arcilla y dientes postizos. No era un demonio lo que había aterrorizado al pueblo, sino una farsa meticulosamente recreada: alguien llevaba tiempo imitando el mito del sabueso para encubrir una red de contrabando, que utilizaba las criptas como depósito nocturno.
Los ladridos, los aullidos, las luces en la niebla… todo respondía a una teatralidad calculada.
Denuncié los hechos ante las autoridades locales, que arrestaron a un grupo de jornaleros implicados. El caso quedó cerrado, pero el eco de los páramos siguió retumbando en mi mente durante días.
Epílogo
De regreso en Londres, escribí una carta a mi viejo maestro en Sussex.
“Mi estimado señor Holmes:
Me he permitido indagar en las sombras de su célebre caso de Baskerville, no por vanidad, sino por respeto a la verdad. Lo que antaño fue miedo se ha transformado hoy en codicia. El demonio cambia de rostro, pero nunca de propósito.
Si alguna vez duda de que su legado perdura, sepa que aún hay quien aplica sus métodos, con la misma pasión y reverencia.
Su siempre agradecido aprendiz,
Nigel.”
Días después recibí una escueta respuesta, escrita con letra firme y sobria:
“El misterio no muere, mi joven amigo. Sólo cambia de disfraz.
Cuide de no dejar que la ciencia le robe el asombro.
—S. H.”
Doblé la carta con una sonrisa y la guardé en el cajón donde reposan mis casos cerrados.
Afuera, la lluvia volvía a golpear los cristales de Baker Street, como si el mismo Londres quisiera recordarme que ningún descanso es eterno para quien busca la verdad.

El caso del viejo Baskerville Hall me recordó que, tras cada historia de miedo, suele esconderse un interés humano, un engaño o una verdad manipulada. A veces, los fantasmas son tan sólo las coartadas de los culpables.
Hoy, más de un siglo después, sigo viendo cómo las mentiras cambian de disfraz, pero no de propósito. En 221B Baker St Investigación Privada seguimos su rastro con la misma precisión y discreción que enseñó el maestro Holmes.
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