- 25 agosto 2025
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Corría el final de julio del año de Nuestro Señor de 1889 cuando recibí en mi despacho dos encargos que, aunque distintos en apariencia, acabarían enredándose en la misma tela de araña de mis investigaciones. Ambos habrían de exigirme desvelo, observación constante y la discreta colaboración de dos de mis más cercanos apoyos: mi querida Elisabeth y mi primo Edward Collins.
El primero de aquellos asuntos comenzó el día 30 de julio, cuando un caballero, abatido por el cansancio de un prolongado litigio con su exesposa, vino a solicitar mis servicios.
Su temor era sencillo de expresar, aunque difícil de probar: sospechaba que un individuo, nueva pareja de su antigua esposa, se había instalado en la morada destinada a sus tres hijos menores. “Esa casa”, me dijo con firmeza, “no puede ser utilizada como residencia del tal sujeto, pues la ley la preserva para los niños. Necesito, señor, que lo descubra y lo documente.”
No tardé en aceptar la encomienda, y aquella misma semana emprendí las primeras vigilias junto a mi fiel Elisabeth, cuyo temple sereno y discreción femenina eran armas de un valor incalculable. “Recuerda”, me advirtió, ajustándose el velo sobre el rostro, “que observar sin ser visto es un arte en sí mismo.”
También conté con la ayuda de mi primo, Edward Collins, natural del mismo barrio en que se encontraba la casa. Edward, hombre robusto y de mirada perspicaz, conocía cada taberna y cada tendero del lugar, y supo guiar mis pasos con prudencia.
—“El hombre que buscas no será fácil de sorprender” —me confió Edward mientras fingíamos conversar bajo un farol de gas—. “Aquí todos se conocen, y cualquier movimiento extraño despierta sospechas. Pero déjame a mí tender la primera red.”
Durante varios días alternamos turnos de observación. Elisabeth y yo, desde una discreta calesa, veíamos entrar y salir a la exesposa, mientras Edward recorría las callejas cercanas, recogiendo murmullos de vecinos.
Fue finalmente en la madrugada del cuarto día cuando, tras larga espera bajo la llovizna, pudimos distinguir al sujeto en cuestión saliendo del portal con andar somnoliento. No portaba sombrero, y su semblante era inconfundible. El hallazgo era claro: vivía en la morada reservada a los hijos, lo que probaba la certeza de mi cliente.
El segundo asunto llegó el 8 de agosto, apenas una semana después de iniciado el primero, y de una naturaleza muy distinta. Esta vez fue el propio encargado de una tienda de recambios de bicicletas —un oficio que en aquel Londres resultaba ya extravagante— quien vino a mi encuentro. Me relató, con mezcla de enojo y sorpresa, que uno de sus empleados, hallándose oficialmente de baja por enfermedad, había abierto un bar en sociedad con su esposa.
—“¡Un bar, señor!”, exclamó aquel comerciante golpeando la mesa de mi despacho. “¡Y a plena luz del día! Mientras él cobra salario por reposo, allí atiende a clientes y llena sus arcas.”
Intrigado, acepté también este encargo, que habría de conducir mis pasos apenas tres calles más arriba del primer escenario. Y aquí, confieso, no fue necesaria ayuda alguna, salvo la de mi propia paciencia y un gusto impostado por la cerveza.
Me presenté en el local, no una, sino en tres ocasiones diferentes, solicitando unas cañas como cualquier parroquiano. El supuesto enfermo, dueño del negocio, me las sirvió con una sonrisa nerviosa, sin sospechar que cada gesto suyo era cuidadosamente anotado en mi cuaderno de observaciones.
Aquella prueba, tan sencilla y tan evidente, bastó para confirmar lo que su patrón ya sospechaba: el hombre no sólo trabajaba, sino que lo hacía públicamente, contraviniendo la confianza depositada en él.
Con ambos asuntos resueltos casi al mismo tiempo, y hallándome una tarde de ocio junto a la chimenea, me atreví a consultar a un viejo amigo y mentor: el insigne Sherlock Holmes, retirado ya en Sussex, donde dedicaba sus días a la apicultura.
—“Dos casos al hilo, mi estimado”, le conté con entusiasmo, “y ambos tan próximos en el espacio que parecía el destino haberlos tejido en una misma madeja.”
Holmes imagino que aspiró profundamente el humo de su pipa antes de responder:
—“Recuerde siempre, querido amigo, que la proximidad de los hechos no garantiza conexión alguna. Pero sí facilita el ejercicio de su talento. Me complace ver que ha hecho buen uso de la observación directa y de los recursos de sus allegados. Aún así, no se engañe: los casos sencillos son, en ocasiones, los más traicioneros.Nunca deje que la rutina adormezca su ingenio.”
Sus palabras, pronunciadas con aquella mezcla de rigor y afecto que sólo él poseía, quedaron grabadas en mi memoria.
Epílogo
El informe de la primera investigación permitió a mi cliente avanzar en su litigio con pruebas sólidas. En cuanto al segundo, el comerciante de ciclos halló respaldo para exigir justicia contra el fraude de su empleado.
Y yo, por mi parte, regresé al calor del hogar con la satisfacción del deber cumplido. Elisabeth me recibió con su sonrisa serena, Edward con un apretón de manos, y en mi corazón resonó la certeza de que el oficio de detective no sólo se mide por las pruebas reunidas, sino por la fidelidad de quienes caminan a nuestro lado en la penumbra de cada enigma.
