«La puerta número 67»

Durante el verano de 1895, decidimos alejarnos del bullicio de la ciudad y buscar reposo en la costa sur de Inglaterra. Mi esposa Elizabeth, siempre serena y de alma generosa, encontró un discreto apartamento en un viejo edificio victoriano, de esos que fueron en otro tiempo pensiones de salud o casas de retiro para nobles arruinados.

Mis hijos —Clara, de cabellos dorados como el trigo y alma de artista, y Tomás, ingenioso constructor de maquetas y aprendiz de guitarrista— estaban encantados con la idea de pasar un mes junto al mar.

El apartamento número 67, que nos fue asignado, se hallaba al final de un pasillo alfombrado, con ventanales que daban a un jardín trasero abandonado donde crecían enredaderas y las sombras parecían más densas de lo habitual.

La primera noche fue tranquila. Sin embargo, a la mañana siguiente, al regresar del paseo matutino, encontramos la puerta entreabierta.

—¿La dejaste así? —preguntó Elizabeth, con su dulce voz teñida de inquietud.

—La cerré con llave, como siempre —respondí, revisando el cerrojo, que no mostraba forzamiento alguno.

Durante los días siguientes, el fenómeno se repitió: salíamos, cerrábamos la puerta con esmero… y al volver, la hallábamos entreabierta. No había señales de robo ni de que nadie hubiese hurgado entre nuestras cosas.

Fue entonces cuando nos cruzamos con Adrián, el conserje. Era un hombre enjuto, de bigote descuidado, mirada vidriosa y una voz que parecía rozar el susurro. Se movía con sigilo y parecía conocer todos los sonidos del edificio.

—No se extrañen por la puerta del número 7 —nos dijo mientras regaba unas plantas ajadas junto a la entrada—. Ese apartamento tiene carácter. No le gusta estar cerrado por mucho tiempo.

—¿Cómo dice? —pregunté, alzando una ceja.

—Lo verá usted mismo —añadió, sacando del bolsillo un pequeño cuaderno de tapas negras—. Estoy escribiendo un compendio de historias titulado “Cuentos de conserje”. Cada puerta tiene un relato. El número 7… es uno de los más interesantes.

Esa noche, ya intrigado, revisé con mi hijo Tomás todos los mecanismos de la cerradura. Estaba en buen estado. Para probar algo más, colocamos un hilo de algodón desde la puerta hasta una silla del interior. Si alguien la abría, el hilo caería.

A la mañana siguiente… la puerta estaba abierta. El hilo, intacto.

—Es imposible —dijo Tomás.

Decidí entonces quedarme dentro mientras el resto de mi familia salía. Aguardé en silencio durante horas. Y sucedió: exactamente a las doce y media, la puerta comenzó a crujir suavemente… y se abrió sola, como si una mano invisible la empujara desde el otro lado.

Me levanté de un salto y salí al pasillo. Allí estaba Adrián, observándome desde el extremo, como si supiera.

—¿Ya lo comprendió? —preguntó, sin moverse.

—¿Qué es lo que quiere decir?

—El número 7 guarda recuerdos —dijo, y desapareció escaleras abajo, con su cuaderno bajo el brazo.

Nunca supe a qué se refería exactamente, pero desde aquel día, la puerta dejó de abrirse por su cuenta. Como si al haber sido testigo del misterio… el apartamento nos hubiese aceptado como parte de su historia.

Al regresar a casa semanas después, encontré en el equipaje un libro sin dedicatoria. En la portada, en letras doradas: “Cuentos de conserje, por A. M.”

Y entre sus páginas, el último relato llevaba por título:

“El apartamento que no quería cerrarse.

“El apartamento que no quería cerrarse.”


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