El caso del doctor de Wesex y la sombra de la casa.


Era una fría mañana de marzo cuando la tranquila rutina de nuestro hogar fue interrumpida por unos firmes golpes a la puerta principal. La señora Hudson, siempre diligente, fue quien la abrió. En el piso superior, Holmes acariciaba su violín, extrayendo de sus cuerdas un lamento grave y melancólico —una melodía rusa que, según él, ayudaba a ordenar su pensamiento en las mañanas grises.

El doctor Watson, con su sempiterno periódico The Times en una mano y un cigarrillo Woodbine en la otra, se acomodaba en su butaca junto al fuego. Apenas levantó la vista al escuchar los pasos firmes de un visitante subiendo la escalera. El hombre, alto, de porte elegante y abrigo de paño grueso con cuello de terciopelo, irrumpió en la sala con un rostro cargado de preocupación.

—Mi nombre es Edward Fairbanks —dijo, dejando sus guantes de cuero en la mesilla—. He venido desde Wessex en busca de ayuda.

Nos relató que, siendo médico, fue destinado a otra ciudad durante la pandemia. Allí, por circunstancias del destino, conoció a una enfermera con quien inició una relación. Su esposa, al descubrir la infidelidad, permaneció en el domicilio conyugal junto a sus hijos.

Dos años han pasado desde entonces, y el señor Fairbanks, ahora emparejado con la enfermera, ha sufrido un notable deterioro económico, pues continúa abonando una pensión considerable a su exesposa.

—Sospecho que mi antigua esposa no vive sola —añadió con tono grave—. Estoy convencido de que convive con otro hombre en la casa por la que yo pago.

Holmes dejó el violín a un lado, se incorporó con lentitud y, tras un breve silencio, pronunció con determinación:

—Este caso es perfecto para nuestro colega, el señor Nigel Elmsworh. Es usted afortunado, Fairbanks… hay pocos hombres tan hábiles en el arte de la observación moderna como él.


El viento de la tarde movía las ramas de los árboles, mientras la casa, imponente y solitaria, parecía decirle al mundo que aún era una fortaleza, aunque la decadencia de los años la había ido erosionando. Sebastián, el investigador de campo, fue el elegido por el buen doctor Watson para indagar en este caso tan peculiar.

Yo, Nigel Elmsworh, tomé la decisión de acercarme a la elegante, pero ya casi ruinosa, residencia de campo de Wessex, sabiendo que era ahí donde se encontraba la clave para resolver el misterio.

Lo primero que observé al llegar fue la presencia de dos mastines enormes, que custodiaban el lugar con una mirada fiera y alerta. A pesar de su imponente aspecto, parecía que no me detectaron, ya que la puerta de carruajes se podía abrir con normalidad, como si el tiempo hubiera dejado de importar a los habitantes de la casa.

Me acerqué sigilosamente, con los sentidos alertas, y mientras caminaba por el sendero, la casa parecía respirar en silencio. Había algo inquietante en ella, como si su historia estuviera impregnada en cada rincón, una historia que se resistía a ser olvidada. Sin hacer ruido, me acerqué a la entrada principal, observando que las huellas de la vida cotidiana eran escasas, casi imperceptibles. La puerta, aunque visible, no parecía haber sido usada en días, lo que sugería que no había visitas recientes.

Una vez en el porche, tomé la decisión de ingresar con cautela. Cada paso que daba me acercaba más a desvelar los secretos de esta mansión, a descubrir si la exesposa del doctor realmente estaba conviviendo con una nueva pareja. La misión estaba clara: como investigador de campo, debía recoger toda la información necesaria para dar con la verdad.

Así comencé mi investigación, con la mente enfocada en resolver este caso con la misma destreza que el buen Holmes habría esperado.





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